6/19/2012

Me ha gustado estos textos de Cesar sobre los coches de nuestra época
os va agustar:


Textos Libres. Mar y César

Otro texto de Mar nos habla de la realidad de los coches de entonces. Lo cierto es que me ha ayudado a recordar y, después de su texto, he añadido algo de mi cosecha. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.

Lluis me ha hecho recordar a unos protagonistas absolutos de la Transición y grandes olvidados: ¡Los coches!

Eran horribles, se calaban todo el rato, se les abrían las puertas cuando daban la vuelta a una plaza y no corrían nada; ahora, eso sí, cabíamos tropecientos mil dentro en su interior.

¡Ah! qué tiempos aquellos en los que no había que ponerse el cinturón de seguridad y podíamos ir en el asiento del copiloto con los pies descalzos encima del salpicadero moviéndolos al ritmo de la música del radiocasete. Los coches eran como guaridas. Algo así como los «clubs ingleses» pero en más pequeño, en más cochambroso y sin ser «clubs» ni ser «ingleses». Menudas reuniones nos pegábamos dentro de ellos, cuando nos echaban de los locales o simplemente cuando no teníamos ni un duro para meternos en ningún sitio.

Y se podía fumar. Las tapicerías estaban siempre llenas de agujeros.

Y no teníamos reposacabezas ni aire acondicionado, pero sobrevivíamos muy bien. Éramos una generación dura.

Como he dicho al principio, yo también recuerdo los coches de entonces. Cojo el relevo y sigo.

Supongo que, a causa del precio, el Dos Caballos era uno de los coches más utilizados por los jóvenes. Era un vehículo simpático, pequeñito y descapotable: el coche de la gente cachonda. No corría mucho, desde luego, pero el traqueteo, todos aquellos ruidos y el viento que se colaba por todas partes hacían que pareciese volar sobre el asfalto. «¿A cuánto vamos?», decía el pasajero de turno al comprobar que el vehículo se tambaleaba con el viento y la velocidad. «A sesenta». «¡Uuuuf! ¡Qué bárbaro!». Tampoco tenía casete de serie. De hecho, me parece que ningún coche lo llevaba y cada cual se las componía para escuchar música a su manera. Tenía, eso sí, una barra de hierro bajo el asiento de atrás que se las hacía pasar canutas al viajero que tuviese que ir en medio. Porque el coche estaba hecho para cuatro personas, pero eso no impedía que a veces nos montásemos todos los amigos, los amigos de los amigos, los amigos de los amigos de los amigos y algún tío a quien no conocía nadie.

No sé por qué, a la mayor parte de vehículos en los que viajé por aquel entonces les fallaba algo. Los coches que llevan ahora los jóvenes son muy distintos. Para empezar, brillan, nunca se les acaba la gasolina y rara vez llevan un destornillador clavado entre la ventanilla y la puerta para que no baje el cristal con los baches. Creo que la diferencia está en que nuestros coches eran un medio que nos servía para ir de un sitio a otro y los coches de ahora son un fin en sí mismos. No hay quien dude de que el trato privilegiado que los jóvenes actuales dan a sus coches convierte a éstos en unos vehículos aburridísimos. Recuerdo el día en que mi hermano mayor compró un Seiscientos de segunda mano, su primer coche. La puerta del copiloto se abría en cada curva —como antes decía Mar—, la ventanilla del conductor tenía vida propia y subía y bajaba a su antojo, el cenicero de delante saltó de su sitio por sí mismo y sólo funcionaba un limpiaparabrisas, que además era el del copiloto y, por lo tanto, no servía para maldita la cosa. No obstante, cuando acabamos de dar el paseo de prueba, me dijo mi hermano: «Mola, ¿eh?».

Mi amigo Tomás tenía un Mil Cuatrocientos Treinta familiar que iba dejando tras de sí las innumerables piezas de las que estaba compuesto el motor. De vez en cuando oíamos un ruido, yendo en marcha, y era un pedazo de hierro humeante que se había desprendido del motor y se había quedado en la carretera. No sé cuántas piezas pudo perder el vehículo durante años, pero nunca se paró por las buenas. Sólo lo hizo cuando se le rompió el eje delantero o en otras situaciones de calibre semejante.

Y mi otro hermano tenía la costumbre de quedarse SIEMPRE sin gasolina. Tras el Dos Caballos de rigor se compró un Ochocientos Cincuenta. Recuerdo que en un par de ocasiones nos quedamos sin gasolina en la carretera, con el consiguiente follón al no existir entonces los móviles ni nada de eso. Pero el caso más divertido ocurrió en Barcelona. Nos quedamos sin gasolina en una de esas calles que son exactamente iguales a todas las demás. Dijo mi hermano: «¡Ajajá! ¡Suerte que soy un tío previsor! Tengo media lata de gasolina en el maletero. Eso nos servirá para llegar a una gasolinera». Bajamos del coche, comprobamos que llevábamos la media lata que, en realidad, era bastante menos, echamos la gasolina y partimos en busca de una gasolinera. Al cabo de cinco minutos volvió a acabarse la gasolina. «¡Vaya!», dijo mi hermano, «La próxima vez guardaré más en la lata». Bajamos del coche, empezamos a andar por esas calles y, al cabo del rato, encontramos una gasolinera; llenamos la lata y, cuando quisimos volver al coche, no hubo manera: No recordábamos dónde lo habíamos dejado. Hoy en día, con el GPS, no nos habría pasado. ¡Qué aburrimiento!



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